Impuestos imperiales
En la época de Jesús no
existían naciones como hoy las entendemos, sino imperios y estados
vasallos. El imperio que gobernaba los destinos judíos era el romano, y
por la ápoca de Jesús, el reino más o menos amplio que gobernó Herodes
hasta el año 4 a.C. fue dividido a su muerte en un conjunto de
tetrarquías (unas divisiones de menor categoría que el reino).
Herodes
Antipas se hizo cargo de Galilea y Perea; su hermano Arquelao, y luego
un prefecto romano, se hicieron cargo de Samaría, Judea e Idumea, en
este caso formando una etnarquía; Herodes Filipo de Batanea, Panias,
Gaulanítide y Traconítide; Salomé, una hermana de Herodes, de las
ciudades de Jamnia, Azoto y Fáselis. Por otra parte, existió en medio de
estos territorios una zona llamada Decápolis, una liga de ciudades
gobernadas de forma independiente.
El poder gobernante
final estaba en manos del emperador y las familias aristocráticas
romanas. Ellos eran quienes ejercían el derecho a recaudar impuestos
en sus territorios anexionados, y en caso de rebelión,
enviaban implacables sus tropas.
Pero la recaudación
de impuestos, que era el eje central que condicionaba la vida
económica de la época, no se realizaba de forma simple y directa,
sino que se desplegaba a través de toda una telaraña y toda una
jerarquía de puestos hasta que se efectuaba sobre el habitante común.
Esta jerarquía se puede resumir del siguiente modo:
1. El emperador y la aristocracia
Los emperadores fueron
los mayores multimillonarios de la época gracias unos
ingresos desproporcinados que obtenían sobre todo de tributos
anuales directos que ejercían sus reyes-cliente sobre la tenencia de la
tierra y sobre las personas físicas (Mc 13 12-17, Josefo BJ
II 403 y 405). En segundo lugar, se enriquecían mediante impuestos
indirectos de varias clases, inclusive honorarios de aduana en puertos y
caminos (Plinio, Historia Natural 12,32, 63-65). Por último, eran
beneficiarios del testamento de sus reyes-cliente, y esta última fuente
no era nada despreciable. Josefo informa de que Herodes el Grande, por
ejemplo, legó a Augusto 1000 talentos (unos 6 millones de denarios), y
Julia, esposa de Augusto, 500 talentos (Josefo AJ XVII 146 y 190).
Suetonio dice que en los últimos veinte años de su reinado,
Augusto recibió 1400 millones de sestercios de testamentos (“Augustus”
101).
101).
El talento de plata, que
en realidad era una medida de peso (35 kg), se correspondía
proximadamente con 6000 dracmas en época antigua, y con la misma
cantidad de denarios. Pero esta medida de dinero no era muy precisa y
fluctuó en la época de Jesús.
2. Los reyes – cliente y los prefectos
Debajo del emperador
están los reyes-cliente, como Herodes padre, y después sus
hijos Arquelao, Herodes Antipas y Herodes Filipo. Del mismo modo, si
no resultaba conveniente que gobernara un reyezuelo local, el
emperador podía echar mano de gobernadores romanos. Durante el
período de la vida de Jesús, esto es lo que sucedió con la etnarquía de
Arquelao, que pasó a manos de un prefecto romano.
En cuanto a Herodes el
Grande, éste ganó fama de derrochador. Josefo dice de él: “Como gastaba
más de lo que le permitían sus recursos, tenía que mostrarse duro con
sus súbditos”. Sus cuantiosos ingresos mediante impuestos le granjeó no
pocas antipatías entre el pueblo. Su hijo Arquelao, como él, se
sobrepasó tanto en estas cuestiones y gestionó tan mal su etnaquía, que
Augusto no dudó en deponerle, desterrarle y confiscarle todos sus
bienes, colocando a un prefecto romano.
Tanto los reyes-cliente
como los prefectos deben ganarse la confianza del emperador. Su cargo no
es vitalicio. Saben que en cualquier momento pueden ser depuestos
y sustituidos por otro soberano de mayor confianza. Por ello,
debían estar prestos a satisfacer al emperador haciéndole todo tipo de
halagos. Por ejemplo, Antipas construye Tiberias en honor del emperador
Tiberio y su hermanastro Filipo refuerza Betsaida renombrándola como
Julias, en honor de una hija del César, según Josefo.
Cada división
administrativa tenía aplicadas unas rentas anuales. Arquelao estaba
obligado a pagar 600 talentos ó 3,6 millones de denarios (según menciona
Flavio Josefo en AJ 17, 318), Herodes Antipas 200 talentos ó 1,2
millones de denarios, Filipo 100 talentos ó 600.000 denarios, y Salomé
60 talentos.
Sin embargo, estas
fueron las cantidades a la muerte de Herodes el Grande, cuando su reino
fue dividido por Augusto en tetrarquías. Muy posiblemente, en tiempos
del Jesús adulto, treinta años después, estos impuestos fueran bastante
mayores. Podemos deducir esto al comprobar que los 960 talentos exigidos
entre todas las tetrarquías pasaron a ser 2000 talentos (¡más del
doble!) con Agripa I, en tiempos de Calígula, 38 d.C. (Josefo AJ 19,
352). Por tanto, hacia el año 30 d.C. los 960 talentos
seguramente habían pasado a ser ya unos 1500.
Por otra parte, los
reyezuelos y prefectos también sacaban su tajada personal del cobro
de impuestos. Ellos tenían que entregar la cantidad exigida
al emperador, pero en realidad cobraban al pueblo unos
porcentajes mayores, a veces verdaderamente abusivos, de modo que esos
1500 talentos podían llegar a convertirse fácilmente en 2000. La
ganancia de 500 talentos iba a engrosar las arcas privadas de estos
reyes-cliente y gobernadores. Este dineral representaban una buena
fortuna con la que estos personajes podían vivir en muchas ocasiones
rodeados de lujo y derroche. Herodes Antipas fue el exponente de rey
necio que se granjeó la enemistad de su pueblo por sus continuos
excesos. No es de extrañar, pues, que se produjeran entre el pueblo
judío frecuentes protestas (Josefo BJ II 4; Tácito “Anales” 2-42).
Josefo llama a Herodes Antipas un “amante del lujo” (AJ XVIII 245).
Ya que Josefo mismo estaba situado en la élite urbana, hay que tomar
este comentario como algo crítico, queriendo decir que Herodes Antipas
“se pasaba con mucho”. En cambio, su hermanastro Herodes Filipo parece
que gobernó en su tetrarquía con algo más de moderación.
Como elemento de
comparación, conviene recordar que un denario era el jornal de trabajo
de un obrero común. Un legionario del ejército romano cobrara dos
denarios al día. Esos 500 talentos que podían llegar a engrosarse los
tetrarcas cada año para sus arcas privadas, o 3 millones de denarios,
representaba una fortuna desproporcionada.
3. Jefes de los recaudadores de impuestos
Estos eran a quienes los
reyes-cliente y prefectos entregaban de forma directa los derechos de
recaudación. Sin duda, ellos se llevaban una parte muy sustanciosa de la
operación elevando el impuesto, que ya venía aumentado con
el extraordinario plus que aplicaban los gobernantes. Como veremos
el impuesto iba aumentando a través de un buen número de intermediarios,
de modo que los pagadores finales tenían que sufrir un gravamen mucho
mayor que el fijado por los emperadores.
Se les llamaba architelonai. Tenemos un ejemplo mencionado en el evangelio con Zaqueo de Jericó (Lc 19 1-10).
En Jericó estaba la capital de una de las toparquías de Judea (la
toparquía es una división administrativa justo por debajo de la
tetrarquía, con fines fiscales), por lo que Zaqueo tenía un puesto de
importancia. Es curioso pero de Lc 19 10 se prueba el hecho
de que estos recaudadores jefes se enriquecían hasta
límites insospechados a costa de las comisiones. Dice Zaqueo: “Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si engañé a alguno, le devolveré cuatro veces más“. Mucho
dinero debía haber acaparado este hombre para hacer semejante
afirmación. (Es interesante pensar en cómo debió de sentarle a Pilato,
que gobernaba en Judea, el que uno de sus architelonai de Jericó
decidiera volverse altruista de pronto. No sabemos qué fue de Zaqueo
pero es poco probable que su repentino cambio de conducta le permitiera
continuar en su cargo. Los gobernantes necesitaban gente sin
escrúpulos para estos puestos.)
La parábola que viene a continuación de la historia de Zaqueo en el evangelio de Lucas (Lc 19 11-28)
tiene también muchísimo que ver con estos recaudadores jefes. Se trata
de una referencia velada a Herodes Arquelao y su intento de obtener la
corona de manos de Augusto. Los criados del aspirante a rey son en
realidad los architelonai. Como se puede apreciar de la
parábola, estos recaudadores jefes tenían que tener muy buen olfato
para los negocios, puesto que no sólo tenían que entregar la cantidad
exigida por el emperador sino también el plus que el gobernante local
les exigía. Por tanto, tenían que ser expertos en realizar inversiones
productivas y conseguir que su dinero creciera. En caso contrario, no
había segundas oportunidades, y se entregaba el puesto a otro. Un cargo
semejante, a pesar de lo mal visto que estaba entre los judíos, era
sin embargo muy codiciado.
4. Recaudadores de impuestos y funcionarios de aduanas
Los architelonai
vendían en realidad sus derechos de cobro de impuestos a
recaudadores locales, quienes elevaban con un nuevo plus el impuesto
para su ganancia personal antes de aplicarla finalmente a los
ciudadanos. Para poder hacer esto se requería que toda persona
susceptible de pagar el impuesto (mayor de dieciséis años) estuviera
inscrita en algún tipo de censo. Había censos de las personas, censos de
propiedades, y censos de actividades industriales. Los recaudadores
disponían de estos censos y los mantenían al día. Nadie podía trabajar
sin estar inscrito en algún censo. Los recaudadores
literalmente perseguían a los morosos e iban casa por casa exigiendo
el tributo. Para ello contarían con un buen número de funcionarios
encargados del cobro de aquellos que no se presentaban voluntariamente
para el pago.
Se aplicaban impuestos, por tanto, por las posesiones y bienes (tributum soli), por la producción, y por las personas o impuesto de capitación (tributum capitis).
En caso de un empresario que tuviera jornaleros o esclavos a su cargo,
éste retenía una parte del jornal para el pago de este último impuesto.
En el pago del impuesto por producción, éste podía hacerse en
especie. Este pago en especie se hacía con frecuencia para las
cosechas de cereal y para el vino.
Cuando el jornalero no
podía pagar el impuesto, estos recaudadores actuaban también
como prestamistas, adelantando el dinero en forma de deuda que luego
había que devolver con sangrantes intereses.
Pero todo esto son sólo
los impuestos directos. Había también un buen número de impuestos
indirectos, provenientes de la utilización de puentes y calzadas, el
transporte de mercancías (hasta cada producto tenía su precio
particular), el uso del agua proveniente de acueductos, el uso de
instalaciones portuarias, y una largo etcétera. Para el cobro de estos
impuestos se disponía también de un denso cuerpo de publicanos (publicani) o recaudadores de aduanas. Lo más posible es que Mateo, el apóstol, fuera uno de ellos.
Las tasas aduaneras eran
del 2%, 2.5%, o 5%, dependiendo de los bienes; y esta tasa de 2% (más
o menos) se ejemplifica por uno de los términos técnicos para
“recaudadores de aduana”: pentêkostologos (“el recaudador del
quincuagésimo”; Ateneo “Los deinosofistas” 2,49; 11,481). Los honorarios
de peaje para los caminos variaban considerablemente; también se
aplicaban a animales (en tasas diferentes para camellos y asnos) y a
las carretas. Presumiblemente los gobernantes reunieron unas buenas
sumas por el tráfico local en caminos y puentes. La construcción de
estas infraestructuras, sufragadas por los reyes y los emperadores, no
se realizaban para la satisfacción del populacho, sino de la clase alta.
Para el pueblo llano tan sólo tenía una función fiscal. En una lista de
peajes de Coptus, Egipto (90 d.C.), aparecen los peajes, proporcionando
alguna idea de las tasas del siglo primero en una provincia romana.
Cubren diferentes clasificaciones de personas basadas en el sexo,
la posición, y la profesión (por ejemplo, 5 dracmas para un marinero, 20
dracmas para una mujer de marinero); y animales y transportes
diferentes (por ejemplo, 1 óbolo para un camello, 4 dracmas para un
carro cubierto). Otro ejemplo: los derechos de importación para llevar
pescado en sazón a Palmyra en el año 137 d.C. era de 10 denarios por
cada carga de camello.
tasas religiosas para el sustento de la clase sacerdotal y del Templo de Jerusalén. Este pago se efectuaba tanto en moneda como también en la forma de un porcentaje de la producción o diezmo.
Había varios impuestos religiosos que era obligado pagar anualmente:
-
Uno procedente de la producción de la tierra y del ganado,
-
otro para el mantenimiento del culto, conocido como el “medio siclo” o didracma,
-
y finalmente, otros menores, como el destinado a la compra de leña para el altar.
Mención aparte están los impuestos por causa del nacimiento de hijos primogénitos.
Impuesto procedente de los productos de la tierra
Este impuesto incluía
varios conceptos que podían ser abonados en dinero o en especie. De este
impuesto y del procedente del ganado es de donde obtenían los
sacerdotes sus mayores ingresos. Se componía de lo siguiente:
-
Las primicias o bikkurim. Afectaba a las llamadas “siete especies”, es decir, las siete principales cosechas en Palestina: trigo, cebada, uvas, higos, granadas, aceitunas y miel. Si se vivía cerca de Jerusalén se llevaba el producto fresco y si se vivía en el extranjero, seco. Llama la atención que a pesar de ser un impuesto, el pueblo organizaba procesiones festivas con gran algaraza para llevar la carga. Se colocaban guirnaldas sobre los cestos, un toro enjaezado marchaba en cabeza para ser sacrificado, y la procesión era recibida en el atrio del templo por los levitas. Cada participarte entregaba entonces su cesto al tiempo que entonaba un pasaje del Deuteronomio. Quizá este ambiente festivo se deba
a que el pueblo, a pesar de saber que era un impuesto, lo veía aún como una ofrenda religiosa en agradecimiento por la cosecha, que debió ser su significado original. -
El terumah. Aquí no sólo entraban las siete especies de las primicías, sino también el fruto de los árboles. Sobre todo afectaba al trigo, el vino y el aceite. Había que entregar
por término medio la quincuagésima parte de los ingresos anuales de la persona. Este pago seguramente se veía más que el anterior como un pago a los sacerdotes, aunque los dos lo eran en realidad, puesto que éstas primicias sólo podían ser consumidas en el interior del templo por los sacerdotes. Las familias de éstos no podían beneficiarse. -
El diezmo. Era el más importante y de mayor cuantía. Afectaba a todo, hasta a lo más nimio que el agricultor pudiera producir, de lo cual había que entregar anualmente la décima parte. Los evangelios muestran en algunos pasajes la excesiva escrupulosidad que aplicaban los sacerdotes para determinar si el producto era diezmable o no. Hasta los productos menos valiosos, como la menta, el eneldo y el comino, debían tenerse en cuenta (Mt 23 23; Lc 11 42). Este impuesto estaba destinado a los levitas o ministros de segundo orden del templo, pero los sacerdotes habían ideado una argucia para hacerse con parte del botín. La décima parte de lo que percibían los levitas era para los sacerdotes. Y esta parte sí podía usarse por toda la familia sacerdotal.
-
El segundo diezmo. No estaba destinado ni a los sacerdotes ni a los levitas, pero aún así, era un impuesto más que minaba por completo la economía doméstica de la época. Era otra décima parte de todo lo producido, que debía ser llevado a Jerusalén y consumirse allí en banquetes sacrificiales.
-
Finalmente, la “ofrenda de la masa” o hallah. Afectaba a la masa que se hacía con trigo, cebada, espelta, avena y centeno. Se entregaba la masa, no el grano. Un ciudadano normal debía entregar la vigésima cuarta parte, y un panadero la cuadragésima octava parte del total.
Si se suman los
porcentajes de cada impuesto puede verse que en total la aportación
representa ¡un poco más de la cuarta parte de toda la
producción agrícola!
Impuesto procedente del ganado
Lo más importante era
la entrega del primogénito macho del ganado. En el caso de animales
aptos para el sacrificio (toros, carneros y machos cabríos), debía ser
entregado en especie. Si no tenían defecto alguno se sacrificaban, su
sangre se asperjaba en el altar y la grasa se quemaba. El resto se lo
quedaban los sacerdotes y podían consumirlo en Jerusalén a su antojo. Si
tenían defecto entonces todo el animal quedaba en propiedad del
sacerdocio. En cuanto a los animales impuros (caballo, asno y camello),
tenía que pagarse una cantidad de dinero en concepto de rescate. Por
un asno había que pagar una oveja. La cantidad venía a ser de un siclo y
medio por cada animal.
También había
un impuesto por esquileo para los propietarios de rebaños de ovejas.
Venía a ser de unos cinco selá de Judea, o diez de Galilea.
El “medio siclo”
Debía pagarse en la
moneda hebrea antigua o tiria (fenicia). El tiempo fijado para hacer el
pago era el mes de adar (febrero-marzo) y solía recogerse por medio de
recolectores locales en las comunidades, que luego se encargaban de
transferir a Jerusalén. Estaba obligado a pagarlo todo israelita varón
mayor de veinte años. Debido a que el siclo no era una moneda de curso
habitual, el pueblo se veía en la necesidad de utilizar cambistas que
realizaban la conversión de moneda, gravando con una nada despreciable
cantidad el cambio, y ocasionando que el medio siclo se convirtiera en
casi tres cuartos de siclo.
Se cuenta en el Talmud
que si una persona acudía al templo para pagar su tributo de medio
siclo con un siclo entero, entonces los sacerdotes se quedaban con todo
el siclo completo, exigían una cantidad adicional, 2 kalbonot,
y devolvían al contribuyente un medio-siclo. El pago de los kalbonot, al
parecer, se justificaba en que los sacerdotes después tendrían que
cambiar esas monedas a los cambistas, que les cobrarían a su vez por el
cambio. Además, al devolver medio-siclo al pagador, le facilitaban el
pago para el año
siguiente. Al final, el judío de a pie podían llegar a pagar un quinto de siclo en concepto de cambios de moneda.
siguiente. Al final, el judío de a pie podían llegar a pagar un quinto de siclo en concepto de cambios de moneda.
Otros impuestos
Se pagaba anualmente
otra tasa, concretamente una ofrenda anual de leña para el altar de
los holocaustos. Se admitía cualquier clase de leña, excepto la del
olivo y cepa de vid.
El rescate de los primogénitos
El hijo primogénito, es
decir el primer hijo varón que tuviera una mujer, había de ser rescatado
a la edad de un mes mediante el pago de cinco siclos (Nm 18,15-16; cf. Nm 3,44ss; Neh 10,37; Ex 13,13; 22,28; 34,20). No era necesario presentar al niño en el templo, contrariamente a lo que da a pensar Lc 2,22.
Podemos imaginarnos la
situación económica de un campesino medio de aquella época, o de un
comerciante de bajo rango, si le suponemos unos ingresos medios de 500
denarios anuales, y realizamos la siguiente lista de impuestos
a deducir:
Concepto | Denarios |
Impuestos al monarca |
50
|
Otras tasas (caminos, portazgos, aduanas, etc) |
25
|
Primicias |
5
|
Terumah |
10
|
Diezmo general |
50
|
Diezmo para los pobres o segundo diezmo |
15
|
Sacrificios anuales por cualquier causa (ganado, primogénitos, etc) |
9
|
Tasa anual para el Templo (teniendo en cuenta a los cambistas) |
2,5
|
Total |
166,5
|
Es decir, que se iban
sólo en impuestos unos 167 denarios, el 33%, la tercera parte de los
ingresos de una persona con pocos recursos, y además sujeto a
los riesgos del clima y de una mala época. Podemos imaginarnos
el descontento que semejante sangría podía causar en la población, sobre
todo al contemplar cómo eran malgastados y derrochados por sus
gobernantes esos ingresos que con tanto esfuerzo y sudor el pueblo se
encargaba de producir.
En definitiva, la
situación económica de Palestina en aquel tiempo era muy precaria
debido sobre todo a los agobiantes impuestos y a la avariciosa
burocracia que se había creado en torno a ellos. Los obreros de la
época de Jesús ganaban lo justo para vivir, no existía superávit ni
había posibilidad de ahorro. Sin embargo, era una situación compartida
en todo el Imperio. Los judíos no estaban especialmente gravados a
impuestos, y el ciudadano de aquella época, por mucho que se indignara,
sabía que no podía hacer nada contra un poder establecido y sostenido
por un férreo ejército que se abatiría inexorable al menor síntoma de
rebelión anti-recaudadora. A Jesús intentaron hacerle caer en la trampa
de manifestar declaraciones en contra del impuesto al César (Mt 22 15-22; Mc 12 13-17; Lc 20 20-26),
y él, con buen ojo, y conociendo la nula permisividad que Roma tenía en
estos asuntos, eludió la respuesta directa. ¿Había que pagar el
impuesto, o había que rebelarse contra esta situación? En el caso de los
judíos había un trasfondo distinto que en el resto de pueblos para el
impuesto romano. Los judíos no resentían en especial el impuesto al
César por la simple cuestión económica, sino más bien un criterio de
celo religioso. Y fue ese celo religioso, y no la cuantía del impuesto,
la que finalmente desató en varias ocasiones la rebelión armada
contra Roma. Pero por lo general, la situación, aunque
asfixiante, siempre fue admitida y soportada de una forma u otra por
todos los habitantes de aquel tiempo.